Desde muy joven, escribir fue algo muy natural para mí. En los momentos en que mi mente se sentía sobrecargada de ideas, mientras otros acumulaban frustraciones y recuerdos, yo tomaba un papel y entraba en el mundo mágico de las palabras. Eso me hacía sentir muy bien.
Tengo poesías en papel con fechas tan lejanas como 1975. Recuerdo todavía lo que sentía al escribir. Era una especie de trance donde mi mente viajaba a un lugar profundo, o alto (no sé cómo describirlo aún), y había un ritmo especial, una cadencia de palabras que parecían destinadas a encontrar una rima. Y luego al leerlo me sentia feliz con lo que veía, porque sabía que era algo genuino que brotaba de mí.
Nunca lo atribuí a ningún poder especial, nada místico o religioso, solo me sentía afortunado de poder experimentarlo.
Y así fue como nació mi amor por la escritura, un don que con el tiempo descubrí que era raro. Nunca puedo explicar bien cómo se hace, me imagino que es algo de paciencia, la capacidad de ver más allá de las palabras y un poder de síntesis fuera de lo común.
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